Nota publicada originalmente en la edición del 16 de febrero de 2014 de Radar Libros, suplemento de Página 12. Click aquí para leer la nota en la web del diario.
OIGO COSAS, VEO VOCES
Oliver Sacks, el gran neurólogo-escritor, autor de clásicos como Despertares y El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, acaba de publicar Alucinaciones, un texto que, con la prosa amable y el goce por la anécdota de siempre, incursiona en los terrenos de la literatura y la mística, entre la fantasmagoría y el discurso médico.
Por Fernando Bogado
Vemos con nuestra mente, eso no hay
nadie quien lo niegue. Recuerdos, impresiones, e inclusive gustos, sabores y
olores son más potentes cuando cerramos los ojos y tratamos de evocarlos y no
tanto cuando tenemos frente nuestro al plato de sopa que odiamos o a la persona
ya crecida que amábamos en nuestra primera adolescencia. La mente nos ha jugado
más de una mala pasada cuando nos convence de que algo que parece real, no lo
es: ¿acaso el cine no vive de persuadirnos de que hay monstruos horripilantes
que nos esperan al costado de cada esquina? Pero claro, el problema no es tanto
creer que son reales en el cine, o sea, tener esas visiones siniestras después
de haber pagado una entrada, si no cuando la pantalla la conforman nuestros
párpados cerrados o totalmente abiertos y el monstruo, el tipo siniestro, la
joven belleza o el movedizo rectángulo multicolor están ahí, sí, saludándonos o
flotando, corriendo o mirándonos a los ojos, y nadie más se percata de ellos. Alucinaciones, de Oliver Sacks (Londres,
1933), se propone revisar diversos casos en donde, sin caer en el delirio, algunas
personas ven algo que nadie más puede notar.
Aclaremos
los tantos: hablamos aquí de “alucinaciones” y no de “ilusiones”, ya que lo que
tenemos en los muy diversos casos que pasará a mencionar el autor tiene que ver
con la percepción de algo que no existe en el mundo exterior y no el resultado
de un ejercicio imaginativo, voluntario o involuntario. La distinción le
permite a Sacks abordar una serie de casos que no tienen que ver con el delirio
y que dejan intacto el territorio psicoanalítico y psiquiátrico. Si bien esas
alucinaciones tienen un fuerte asidero en la parte visual, pueden también
afectar otros sentidos, como el del olfato o el del oído y hasta el gusto,
dependiendo de la parte del cerebro o del cuerpo implicada en el suceso.
El
primer conjunto de casos ya establece “el grado cero” de todos los futuros
fenómenos a describir: el “síndrome de Charles Bonnet” lleva el nombre de su
descubridor, como muchos males neurológicos (pobre Sr. Parkinson y Sr. Alzheimer).
Bonnet, un filósofo suizo del siglo XVIII, estudió las extrañas alucinaciones
que afectaron a su abuelo, Charles Lullin, víctima de una ceguera progresiva. Las
visiones que sufría Lullin iban creciendo en complejidad, pasando de ver un
pañuelo azul que seguía los movimientos de su cada vez más deteriorada vista
hasta saludar, en una perdida tarde, a los dos apuestos acompañantes de sus nietas,
hombres que sólo existían en su cabeza. Pero Lullin, establece Bonnet, en
ningún momento era presa de un delirio, aceptaba que lo que veía eran visiones
que confundían su entendimiento y podía hacer descripciones completas y
desafectadas sentimentalmente. Ahí reside el punto nodal que distingue a una
alucinación de un delirio: mientras que lo primero mantiene indemne a las
capacidades intelectuales del afectado, lo segundo implica un grado más de
compromiso con la imagen, la cual, en muchas oportunidades, busca interactuar
con el paciente. Como suelen decir, el problema no es hablar con las plantas,
sino que las plantas te contesten.
Sacks
se detiene también en las visiones de los parkinsonianos, en los extraños casos
de percepción de olores cuya fuente objetiva es inexistente o los estados
cuasi-místicos de los momentos previos a la reacción espasmódica del
epiléptico. Cada uno de esos casos recuperados propone una historia particular
del descubrimiento de tal o cual afección y de cómo ciertos sucesos
sobrenaturales relatados por más de un antiguo texto pueden muy bien ser
explicados recurriendo a la neurología moderna. El caso de la epilepsia es el
más elocuente: el propio Hipócrates la llamaba la enfermedad “sagrada”, ya que
las alucinaciones previas al ataque, ocurridas durante ese momento
pseudomístico llamado “aura”, pueden, en la mayoría de los casos, causar un
éxtasis que más de una civilización ha considerado sobrehumano, como los
sufridos por Juana de Arco, cuyas apariciones divinas pueden explicarse como un
caso más de epilepsia del lóbulo temporal. Dostoievski, para movernos a un
terreno más ficcional, relató en diversos trabajos (como El doble o El idiota) sus
propios síntomas de afecciones neurológicas, hasta el punto de que Sacks retoma
la idea de que el giro moral de la prosa del escritor ruso descansa en el
padecimiento de un tipo de epilepsia similar al sufrido por Santa Juana.
Más
de una de las enfermedades alucinatorias relatadas por Sacks forman parte
medular de la historia de la literatura, provocando el cruce que el neurólogo y
escritor inglés encarna. Por ejemplo, la aparición de “doppelgängers”, duplicados de uno mismo pero que presentan ligeras
y siniestras diferencias, pueden encontrarse en la obra de Poe o en la de
Mauppasant, quien, por ejemplo, padeció neurosífilis y, según algunos comentarios,
podemos suponer que sufrió de heautoscopia, una variante particular de
autoscopia, en donde no sólo se crea un doble de si mismo que invita a la
despersonalización (¿cuál de los dos soy, en definitiva?), sino también al
enfrentamiento: en el caso de la heautoscopia, el doble produce horror y
plantea una complicada situación en donde trata de robarse la identidad del que
duplica. Ahí están William Wilson y el Horla para salir de testigos.
El
capítulo final, dedicado a los casos de “miembros fantasmas”, revela la
preocupación principal que atraviesa el trabajo del autor de libros como Despertares (1973) o El hombre que confundió a su mujer con un
sombrero (1985): ¿cuán importante es para la vida del hombre la imagen
mental que de él mismo tiene? Desde el citado “síndrome de Charles Bonnet”
hasta los casos de personas con miembros amputados que todavía sienten
“calambres” en la mano o pierna que no está, es la propiocepción (la percepción
del sí mismo) la que muchas veces se ve afectada y produce imágenes de cosas
que no están, duplicaciones de nosotros mismos o sensaciones en extremos que
nos faltan. Por ejemplo, la comezón que afecta al amputado puede solucionarse
engañando al cerebro con la colocación de una prótesis que complete el vacío
percibido. O, en otro de los casos citados por Sacks, con el uso de la famosa
“caja de espejos” de V.S. Ramachandran. Y aquí no hablamos de un
entretenimiento de feria circense, sino de un experimento científico sólido y
bastante intrigante: una persona con un brazo amputado que siente un dolor o
calambre en la parte ausente puede colocarse en la caja la cual, mediante un
espejo, duplica al miembro presente y le permite al afectado “mover” el reflejo
y alivianar la molesta sensación.
En
Alucinaciones, Oliver Sacks logra,
mediante una prosa literaria que abreva en la sencillez y crudeza del discurso
médico, hacer un repaso de diferentes males neurológicos, enganchándose a la
vieja tradición de la descripción de casos médicos excepcionales propia del
siglo XIX (y del XX: ¿se acuerdan de House
M.D.?), poniendo un poco en duda esa confianza tan propia del humano que
reposa en las bondades de su desarrollado cerebro, órgano cruel que, como
ciertos hermanos mayores, a veces nos tiende bromas demasiado pesadas.
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